Un analista de la economía que pocos escuchan, dijo que “Un
país
monoproductor, se suicida”. Esta es la clave para interpretar la negativa
condición de los países subdesarrollados como el
nuestro. Si algún pronóstico puede
arriesgarse es que en el futuro todo será peor.
Existe la
fantasía, originada en una irracional pasión por lo mágico, que en algún momento
los países industrializados del primer mundo, amenazados por su propia
imprudencia advertirán que el futuro de Paraguay es fundamental para asegurar
el futuro de occidente, y se preocuparan por acercarnos tecnología y recursos
financieros, para producir el cambio.
Nada más
ridículo. Los norteamericanos, y con ellos sus socios del primer mundo, están y
estarán por bastante tiempo preocupados con este grano que les ha salido e
incrementaron del terrorismo, y la crisis financiera internacional. No pensaran
en otra cosa que no sea preservar la vida como la están viviendo, beneficiándose
con los contrastes económico sociales que padecemos.
No se puede
esperar un cambio de mentalidad de los dirigentes del primer mundo, y en el
caso de que ocurra algún cambio, no será precisamente destinado a proponernos
un futuro de prosperidad y libertad.
Al contrario. El
dogmatismo material e intelectual que ejercitaron durante la guerra fría, será
trasladado al terrorismo internacional. Buscaran asegurarse jefes de estado
confiables, como lo fueron durante los últimos cincuenta años los dictadores
más arbitrarios y crueles de América Latina.
Mientras tanto,
la estructura del monocultivo extensivo, que expulsa de la tierra a los
campesinos y favorece a unos pocos exportadores y a otros pocos importadores,
seguirá vigente, amparada por la fácil y primaria filosofía de la
globalización, que acentúa cada día la pobreza y perfecciona la desesperanza de
los países que sobreviven como pueden.
Esto no es
teoría. Basta recorrer los mercados para advertir que más del ochenta por
ciento de los productos de consumo cotidiano, desde la comida hasta la ropa,
son importados, mientras sobre una tierra fértil y privilegiada por la
naturaleza, rodeada de dos de los ríos más grandes del mundo, transitan
familias campesinas que carecen de un espacio para sembrar y subvenir a
sus
necesidades.
Cuando en un acto
demagógico el gobierno reparte alguna tierra. el beneficiario en muchos casos, se
apresura en venderla porque no sabe qué hacer con ella. Es como si nos regalaran un cohete para ir a la luna
sin instrucción previa.
Se ignora
deliberadamente el hecho de que los alimentos para la comunidad, se originan en
la labor individual de los campesinos. Pero nuestros campesinos sin tierra, al
transitar en muchos casos junto a latifundios que son propiedad de titulares
desconocidos, cuya actividad fundamental consiste en muchos casos en la
especulación financiera local o internacional, suponen que tienen derecho a ocuparlas aunque se trate de un
acto reñido con la ley.
Los campesinos se
convierten así, en arbitrarios
interpretes de una situación que consideran un crimen, como es mantener una
estructura que pude terminar con la integración nacional y malversar la vida. Mientras
tanto una comunidad de políticos y empresarios, esperan que mágicamente los
países del primer mundo nos echen una poco probable mirada solidaria.
No se escucha a
la iglesia, ni a los empresarios, y por
supuesto, tampoco a los políticos, expresar una propuesta inteligente
para revertir esta situación, que conduce inexorablemente al caos.
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